Es de noche. Paseando con mis amigos por el pueblo, me subo a lo alto del muro de una enigmática casa por la que paso casi a diario. Estoy completamente borracho, pero es algo de lo que tenía íntimas ganas de hacer hace tiempo. Cuando estoy arriba lo primero que veo es cesped iluminado por una luz que viene del interior de la estancia lo cual da al jardín un aspecto un tanto espectral. Enseguida veo que un pequeño perro blanco me está mirando pero no me ladra. A continuación miro hacia fuera de la casa, al otro lado del muro y veo a otro perro que me parece igual, situado justo de la misma forma, mirándome también pero acompañado de su dueño, un hombre alto y corpulento que a su vez me mira con cara de pocos amigos. Doy por terminada la función, bajo del muro y, mientras me voy alejando de la escena, nombro en voz alta a mis amigos, uno a uno. Es lo que se hace en el mundo físico cuando acaba la representación, sólo que en ésta nadie aplaude; el hombre y su perro se mantienen en el mismo lugar, observando impasibles como nos retiramos.